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lunes, 19 de mayo de 2014

Entrenando por la Sierra de las Quilamas

Ayer salí a entrenar por la vega del Tormes. No estaba muy convencida, la verdad, de la ruta que quería seguir. Tan sólo sabía que debía hacer unos 70 kilómetros y que tenía que dirigirme hacia el oeste, ya que el viento provenía de allí. Cuando llevaba unos 16 kilómetros recorridos, sonó mi móvil. Normalmente suelo hacer caso omiso de las llamadas durante mis entrenamientos, pero esta vez lo cogí porque suponía que se trataba de mi amiga Neli Nieto, extriatleta, y albergaba la esperanza de que me dijese algo que me sacase de la apatía que me provocaba el rodar por lugares tan frecuentes para mí. Y no me equivocaba: Neli me invitaba a pasar la tarde en Valero, su pueblo, con salida ciclista incluida por la sierra de Salamanca. Ante una perspectiva tan tentadora, me di media vuelta, pedaleé lo más rápido que pude para regresar a casa (de hecho, me salió la media más alta que he visto jamás entrenando), metí la bici en el coche y emprendí camino hacia las Quilamas.

El río Quilamas
Valero se encuentra en una hondonada a la que se llega tras una bajada de unos seis kilómetros por un puerto de carretera estrechísima. El paisaje impresiona por lo abrupto, con las faldas de las montañas llegando a tal profundidad, que parecen perderse más allá del valle. Pinos, eucaliptos, jaras, saúcos y demás vegetación cubren las laderas. Al llegar al final del puerto, un puente cruza el río Quilamas, fresco y ronroneante. Allí, en la zona de la piscina natural, me esperaban Neli y unos amigos suyos. Esa zona habilitada para la natación no dejó de sorprenderme: yo esperaba encontrarme un vaso de las características habituales, pero lo que había en su lugar eran el mismo cauce del río y unas compuertas que, cuando estuvieran echadas, contendrían el agua embalsándola (al estar fuera de temporada de baño, aún no se había cortado el paso al líquido elemento). Según rezaban unos carteles, la profundidad que llegaba a alcanzarse con este sistema era de dos metros. Estuvimos un rato tomando el sol y charlando en la orilla. Yo iba vestida con coulotte y maillot, así que el influjo del astro rey sirvió para acentuar mi ya marcado "moreno ciclista", tal y como se puede apreciar en la foto:

Cultivando el "moreno ciclista"

El Piélago desde arriba
Después de comer, Neli y yo tomamos nuestras bicis y nos aventuramos por el recorrido que ella considera más sencillo desde Valero: la subida a Sequeros (al mirador en este caso, ya íbamos con relativa prisa y no teníamos tiempo de ir hasta la localidad en sí). Por fácil que pueda ser, en comparación con las demás rutas, no dejaba de comenzar con una subida de casi 2 kilómetros, la cual, con las piernas aún en frío, se hacía dura. Después de terminar esta pequeña escalada, una bajada llena de curvas por un desfiladero llevaba al fondo del valle. En una zona llamada por los lugareños "el Piélago", se veía a gente bañándose. Según me explicó Neli, ése es el lugar en el que se juntan los ríos Quilamas y Alagón. Allí, las rocas adoptan formas caprichosas y llenas de aristas, que parecen mecerse en un dormitar petrificado sobre la corriente.

Bajar no es lo mío, he de reconocerlo. Con todo lo que sufro en las subidas, al menos en ellas voy tranquila, sin miedo de salirme o de derrapar en una curva. En las bajadas, me siento con mucho complejo porque los demás me tienen que esperar. Confío en que el hacerme con una nueva bicicleta, que domine algo mejor que mi actual Macario (un poco grande de talla para mí y con un manillar excesivo para mis manos pequeñas), me ayude a ir soltándome poco a poco.

Vista desde el mirador de Sequeros
Después de esa breve bajada, la carretera empezaba a "picar para arriba". Al principio, el desnivel no era
muy acusado, y me encontraba suelta y hasta sobrada. Más tarde, no obstante, unas cuantas rampas relativamente largas y algo más pendientes me hacían meter el último piñón del que dispongo. Aun así, la subida se hacía muy agradable, tanto por la belleza de lo que contemplaban nuestros ojos como por los aromas penetrantes y variados que exhalaba la vegetación que poblaba las laderas. Llegamos al mirador de Sequeros, hice una foto y nos volvimos por el mismo camino.

Poco antes de llegar a Valero, Neli y yo pusimos en funcionamiento nuevamente la cámara de mi móvil para retratarnos la una a la otra sobre nuestras monturas. He aquí el resultado:

Neli

Miriam

Espero volver pronto a esa zona tan atractiva por los paisajes y por sus puertos. Creo que, cuando las inclemencias meteorológicas no me permitan escaparme a mi Campo Azálvaro, a La Lancha y a La Cruz de Hierro, me va a merecer la pena desplazarme a la sierra salmantina para entrenar. Iré narrando mis futuras experiencias en la zona en próximas entradas de este blog.






lunes, 12 de mayo de 2014

Impresiones de Weimar


(Redactado el 11 de mayo de 2014, pero subido un día después por falta de wifi.)
El Belvedere

El Fiat 500 que he alquilado en Alemania
Escribo estas líneas desde el aeropuerto de Frankfurt, donde he de tomar el avión que me devolverá a España. Salí esta mañana de Weimar en mi cochecito alquilado, no sin haberme despedido de la ciudad del mejor modo que sé: trotando por su centro histórico durante 45 minutos. Pasé por delante de la Hofgärtnerei (la hoy llamada Liszt-Haus, en la que toqué el martes al mediodía), el Fürstenbau de la Musikhochschule (donde di mis clases jueves y viernes) y otros lugares como la plaza del Teatro Nacional Alemán o la Schillerstrasse.


La Hofgärtnerei (Liszt-Haus)
Me he marchado de Weimar con pena. Esta ciudad, que al principio de mi estancia no me había impresionado demasiado, me ha ido cautivando con el paso de los días. Para conocerla en profundidad y apreciarla en toda su magnitud, no debemos contentarnos con pasear por sus elegantes calles y deleitarnos con determinados edificios (Casa Romana, palacios Wittum y Belvedere, etc.), sino que tenemos que penetrar en su inmenso legado cultural, que está presente en sus archivos (el Goethe-und-Schiller Archiv o la Biblioteca Anna Amalia), en el
El Fürstenbau de la Musikhochschule
interior de edificios como la casa de Goethe, la de Liszt (me refiero a aquella de la que he hablado más arriba, ya que el Altenburg no es visitable) o la de Schiller (que ahora no pude explorar porque estaba cerrada al público por obras), así como en otras instituciones, entre las que cabe mencionar los diversos museos (Bauhaus, Palacio, etc.). Si al llegar a Weimar tuve la impresión de que un par de días iban a bastar para exprimirla, según fui viendo lo que encerraba me convencí de que podría pasar toda una vida en ella y aún quedarme sin haber conseguido escudriñar muchos rincones de su legado. 

Llevaba desde la adolescencia queriendo hacer este viaje. La razón es muy simple: por seguir las huellas de Liszt. Y en ese sentido, contrariamente a lo que esperaba, en Weimar no he encontrado el entusiasmo por mi compositor preferido o incluso la explotación comercial de su figura que esperaba.
Busto de Liszt
Para el visitante medio, la presencia de este músico es como una sombra, algo que sólo se menciona de tarde en tarde. No sucede como en Budapest, donde sí que se puede percibir un cierto orgullo colectivo en el culto que los húngaros le dedican a su compatriota.  Me ha dado lástima que no se hable más de quien contribuyó grandemente a animar una Weimar que estaba en decadencia cultural y viviendo del pasado cuando él fue a parar a ella. Liszt convirtió en el siglo XIX a esa pequeña y provinciana localidad en la capital musical del mundo y en el estandarte de la llamada “música del porvenir”, amada por los progresistas y odiada por el bando conservador (con centro en Leipzig, una ciudad que hoy en día se encuentra a apenas una hora en coche. Para más información sobre estas dos facciones enfrentadas por cuestiones estéticas, remito al lector al artículo sobre la “Guerra de los Románticos”). ¿Qué queda de todo aquello? Casi nada. Una Escuela Superior de Música que lleva su nombre pero, lamento tener que decirlo, no su espíritu. Hablaré en otra publicación de las razones que me impulsan a emitir este veredicto.

Si bien no encontré a Liszt de la manera en que esperaba hacerlo, hallé algo mucho más interesante: mi propia adolescencia. Según iba introduciéndome en el ambiente weimariano, podía reconocer muchas de las cosas que constituyeron el alimento espiritual, emocional e intelectual de aquellos años para mí. Me di cuenta de ello especialmente el día en que pasé por la casa de Goethe. El contemplar la primera
Estudio de Goethe
edición de su Werther, el posar la mirada sobre la mesa en que escribió la segunda parte del Fausto, el tropezarme con ejemplares de Las afinidades electivas o con el retrato de la joven Ulrike von Levetzow (cuyo rechazo le inspiró la Elegía de Marienbad) me hizo ver que estaba no sólo ante el legado de un grandísimo escritor, sino ante mi propia vida. Había leído por primera vez (lo releería innumerables veces) el Fausto a los doce años, inspirada por el afán de conocer la obra literaria que había servido de base a la sinfonía lisztiana del mismo nombre, por cuya escucha casual me había quedado irremediablemente prendada de su compositor. Me había aprendido de memoria, cuando aún no sabía alemán, los versos del Coro Místico del final del Segundo Fausto:


“Alles Vergängliche

ist nur ein Gleichnis.
Das Unzulängliche,
hier wird's Ereignis.
Das Unbeschreibliche,
hier ist es getan.
Das Ewig-Weibliche
zieht uns hinan.

Traducción:

“Todo lo que sucede
es un mero símbolo.
Lo incompleto
aquí se completa.
Lo inefable
se hace real.
El Eterno Femenino
tira de nosotros hacia lo alto.”

(Un año más tarde intenté por vez primera aprender alemán de manera autodidacta, en realidad para poder comprender el significado de muchos de los textos relacionados con Liszt que me iba encontrando.)

 La Sinfonía Fausto de Liszt en versión de la Orquesta Sinfónica de Boston y Leonard Bernstein. El final contiene el Coro Místico: 
 

El Werther también fue objeto de mis atenciones a los doce años. Una frase de esa obra me pareció la definición perfecta del Romanticismo: 

“Ach, was ich weiss, jeder kann wissen. Mein Herz hab’ich allein.”

Lo cual, traducido muy libremente, es:

“Lo que yo sé, todos pueden saberlo. Sólo mi corazón es mío.”

Las afinidades electivas fue una obra que no leí hasta después de haber comenzado a trabajar en el COSCYL, pero ya desde esa época quería poder tenerla entre mis manos y devorarla, aunque hube de esperar varios años para lograrlo.

Santa Isabel (M. von Schwind)
Además de las referencias a estas obras y a otras que no mencionaré aquí para no cansar al lector, también me devolvieron a mi adolescencia y a la entrada en la edad adulta otras experiencias; entre ellas, la más notable fue la visita que realicé ayer al Wartburg, el castillo que habitó Santa Isabel de Hungría y que es Patrimonio de la Humanidad. Es cierto que este lugar no se encuentra el mismo Weimar, sino en Eisenach (una ciudad que dista aproximadamente 70 kilómetros de donde yo me encontraba y que es la cuna de otro de mis músicos predilectos, el inconmensurable Johann Sebastian Bach), pero para mí el Wartburg siempre irá unido al primer período weimariano de Liszt, ya que  fue en esos años cuando él emprendió, basándose en unos frescos de Moritz von Schwind, la composición de una de sus obras más notables, el oratorio La leyenda de Santa Isabel (por otro lado, no era infrecuente que Liszt, al igual que Goethe, saliese de excursión hacia el Wartburg, muchas veces acompañado de sus alumnos). Yo había descubierto esta música allá por el año 1991, en mi primer viaje a Hungría. Habré escuchado varios miles de veces los CDs que compré entonces, recreándome especialmente en escenas como el “Milagro de las rosas” o la “Tormenta”, que en la imaginación del libretista prende fuego a la techumbre del castillo como manifestación de la cólera divina hacia la landgravina Sophia por haber expulsado ésta a su santa nuera. Cuando mi Fiat 500 alquilado escalaba las curvas de la carretera que sube hasta casi la cima de la montaña, me imaginaba a Isabel corriendo
Wartburg
entre el bosque con pan y vino en su embozo, tratando de ocultarse de su marido para que éste no viera que les llevaba esos alimentos a los enfermos de las aldeas cercanas. En otro recodo del camino, podía situar a los dos esposos con el rostro transfigurado tras haber comprobado cómo esas ofrendas se habían transformado en rosas. En los salones de la fortaleza, oía al landgrave Ludwig comunicándole a su mujer su decisión de ir a las cruzadas, así como a Sophia proclamándose única señora del Wartburg y ordenando la inmediata expulsión de la ya viuda Isabel. Por supuesto que esta última no fue la única habitante ilustre de la edificación, ya que en ella encontró refugio alguien tan célebre como Martín Lutero, pero he de admitir que la figura de la princesa húngara siempre me ha resultado mucho más cercana y querida que la del reformador alemán, cuyo aposento no consiguió despertar en mí más que un interés puramente intelectual. 

Aquí podemos escuchar el oratorio de Liszt La leyenda de Santa Isabel completo en mi versión preferida:



Aparte de esas visitas que despertaron mis evocaciones de la adolescencia, también realicé otra, a la que no por ser más dura le concedo menos importancia. Me refiero a mi paso por un fragmento de la historia alemana más tenebrosa: el campo de concentración de Buchenwald, creado por los nazis en 1937 y usado por ellos hasta 1945 y por los soviéticos desde esa fecha hasta 1951. Aunque casi todos los edificios que en su momento contuvo el complejo y extenso asentamiento habían sido derribados por estos últimos,  lo que se conservaba destilaba tanta maldad, que era suficiente para, junto con las explicaciones prolijas de la guía del grupo, dejarnos sin habla a los que allí nos encontrábamos. Como conozco personalmente a supervivientes del Holocausto y a sus familiares, no mucho de lo que nos contaron allí me resultó nuevo, pero no he de negar que contemplar algo tan siniestro como la
El crematorio de Buchenwald
mesa-pila de autopsias, los hornos del crematorio o los ganchos del sótano de éste (utilizados para estrangular a prisioneros) me produjo una honda impresión. No obstante, lo que más repugnante me pareció de todo ello no fue en sí misma la crueldad de esos seres humanos hacia sus semejantes, ya que, por desgracia, hoy en día estamos demasiado acostumbrados a las noticias sobre crímenes contra la humanidad que dan los medios de comunicación y las redes sociales. Lo que se me antojó más crudo fue el dramático contraste entre ese infierno en la Tierra y el paraíso cultural que se extendía sólo unos pocos kilómetros más abajo, en la vaguada que ocupa la ciudad de Weimar. La guía nos contó incluso que Hitler sentía predilección por esa localidad y la visitaba con frecuencia (sin pasar, eso sí, por Buchenwald, para no manchar la imagen de líder bondadoso que tenía entre muchos de sus compatriotas). Incluso la misma elección del nombre del campo de concentración fue hecha teniendo en cuenta que no convenía establecer un vínculo entre los horrores que encerraba y el pasado idílico del terreno sobre el que se extendía, ligado al mismísimo Goethe. Viendo lo que sucedió en Alemania durante el nacionalsocialismo, me pregunto qué pudo pasar en el interior de tantas y tantas personas cultivadas, amantes del saber y de gustos artísticos refinados, para que luego cometieran las mayores atrocidades contra sus semejantes sin sentir siquiera el menor remordimiento. 

Para no finalizar esta publicación dejando al lector con el regusto amargo de las reflexiones sobre Buchenwald, acabaré diciendo que espero volver a Weimar en un futuro no muy lejano, ya que necesito pasar por lo menos quince días seguidos rebuscando entre las partituras del legado de Liszt que se hallan en la Biblioteca Anna Amalia para encontrar ciertos datos que busco para mi tesis doctoral. Regresaré con ilusión a ese pequeño rinconcito de una de las regiones más ricas de la historia europea. ¡Hasta pronto, Weimar!

 
El palacio de Weimar


miércoles, 7 de mayo de 2014

De conciertos por Weimar

Weimar
Estos días me encuentro en la ciudad alemana de Weimar de intercambio Erasmus para profesores. Hace unos meses fue al Conservatorio Superior de Música de Castilla y León la profesora de la Musikhochschule "Franz Liszt" Gerlinde Otto a impartir unas clases magistrales, y ahora me toca a mí realizar mi parte.

Desde que me empezó a interesar Liszt, cuando yo tenía doce años, venía pensando en lo mucho que me gustaría visitar Weimar. Mi adorado compositor había vivido en esta ciudad durante varios años: de 1848 a 1861, residiendo de manera permanente, y de 1869 hasta su muerte en 1886, pasando los meses estivales (el resto del tiempo lo repartía entre Budapest y Roma, razón por la cual se llama a este período "vida trifurcada"). Hasta ahora, no había tenido ocasión de realizar mi sueño.

Como me hacía mucha ilusión no sólo venir a desarrollar una actividad docente, sino también dar algún recital, le sugerí esta posibilidad a la profesora Otto. Y, en un principio, ella me consiguió dos fechas. Para regocijo mío, los conciertos iban a tener lugar en las dos residencias lisztianas en Weimar: el Altenburg, donde él había compartido su vida con la Princesa Carolyne von Sayn-Wittgenstein, y la Hofgärtnerei ("Casita del jardinero de la corte", ahora llamada Liszt-Haus), su hogar de los últimos años.

Unos quince días antes de mi viaje, recibo un correo de la mencionada profesora en el que se me comunica que el evento previsto en el Altenburg queda cancelado. Por lo visto, en la Hochschule opinaban que, dada la cantidad de acontecimientos musicales que hay a diario en Weimar, no iba a haber público. Con mucha pena, me resigno y desecho la idea de montar un segundo programa (generalmente soy rápida refrescando y aprendiendo obras, así que no trabajo en el repertorio con demasiada antelación para no "quemarlo"). Envío un mensaje a la profesora Otto y le indico que, visto lo visto, tocaré dos piezas de las "Armonías Poéticas y Religiosas" (Invocación y Bendición de Dios en la Soledad) y la transcripción de Liszt de la 8ª Sinfonía de Beethoven.

Llego a Weimar el sábado por la tarde. El domingo tengo aula y estudio un par de horitas, para refrescar dedos y mente. Me viene a buscar mi antigua alumna Mónica Presno, que está viviendo aquí, y nos vamos a tomar algo. Por la noche, esta misma chica me manda un mensaje por el Facebook para decirme que ha visto anunciado el concierto... ¡pero no el del martes a las 12 en la Hofgärtnerei, sino el de ese mismo día a las 19:30 en el Altenburg! Compruebo, por los enlaces que me envía, que figura al menos en tres webs, incluida la de la Hochschule. Había fallado el aparato publicitario de esta institución y alguien se había olvidado de quitar el evento del calendario (supongo que las otras páginas tomaron de ahí la información). Alarmada, me pregunto qué puedo hacer. Me da lástima que, después de todo, haya quien vea esos anuncios, se presente en el lugar del evento y se encuentre con una puerta cerrada. Por ello, escribo a la profesora Otto ofreciéndome a, de todas maneras, mantener el concierto para los despistados que puedan aparecer por allí. La respuesta me llega a la mañana siguiente, la del lunes, pero no me saca de dudas, porque se me dice en ella que hablaríamos del asunto esa noche (a menos de veinticuatro horas del supuesto evento). Ante esta situación, decido dedicar dos horas y media del tiempo de ensayo a rescatar un programa que pueda tocar con facilidad. Me decanto por Nuages gris, La lugubre gondola II, Les jeux d'eaux à la Villa d'Este, Sonetto 104 del Petrarca y la Sonata en si menor. Por la noche, decidimos que se mantiene el concierto, sin un programa definido (aunque yo ya tenía en la cabeza este repertorio), siempre y cuando hubiera algo de público. Si no, me tendría que contentar con pasar un buen rato tocando en el salón del Altenburg, pero nada más.


Tocando el Bechstein de Liszt en la Hofgärtnerei
Hoy por la mañana me fui pronto a la Hofgärtnerei (me gusta más el antiguo nombre que el nuevo) para probar el Bechstein de Liszt. Como conozco bien los pianos antiguos, soy consciente de que pueden esconder "sorpresas" como problemas de mecánica, desigualdades, desafinaciones, etc. Cuando llego, está allí todavía el afinador dando un repaso, tarea que se toma con mucha calma y no demasiado amor al trabajo bien hecho (estaba dejando unísonos que distaban bastante de estar en su sitio, de modo que me entraban ganas de arrebatarle la llave de afinar para ponerme a ello yo misma). Aproximadamente sobre las once menos cinco (recordemos que el concierto era a las doce) me siento al piano y les hago una pasada a Invocación y parte de la Bendición de Dios en la Soledad. Después, me levanto para recargar el móvil. Al ir a enchufarlo, veo que sobre las sillas hay unas hojas de papel con el programa. Leo una y casi me da un síncope al comprobar que la modificación que yo le había pasado a mi contacto cuando se canceló el otro concierto no se había tenido en cuenta (parece ser que alguien no leyó del todo alguno el correo reenviado por ella con mis instrucciones). Pues... ¡a cambiar obras! Así, acabé tocando por la mañana Nuages gris, La lugubre gondola II, Les jeux d'eaux à la Villa d'Este y la 8ª Sinfonía. Menos mal que el lugar inspiraba (y que tengo nervios de acero, que, si no...), porque, ante tanta incertidumbre, cualquiera se viene abajo y se descentra. El caso es que el recital se desarrolló sin más novedad y disfruté muchísimo.

Por la tarde, me dirigí al Altenburg sobre las seis para darle una pasada al otro programa. Entrar en aquella residencia me produjo una fuerte impresión. No había ningún encargado del lugar, así que yo llevaba la llave maestra. El tener que abrir yo misma ese portón y el silencio reinante en la casa me hicieron sentir transportada a los años en que Liszt y la Princesa vivían allí. Al pasar por el portal, me acordé de las huestes de alumnos que tenían acceso libre a un par de estancias de la planta baja, en las que charlaban, tocaban el piano, fumaban o, simplemente, dejaban pasar el tiempo. Las escaleras, de madera desnuda, parecían traerme ecos de las pisadas de un Liszt entre la juventud y la madurez, lleno de ímpetu y, a la par, de desaliento, al comprobar la resistencia con la que su cruzada en favor de la "música del porvenir" se estaba encontrando. En mi imaginación, veía a la figura siempre elegante pero de rostro poco agraciado de la Princesa polaca pasar por delante de los ventanales. Hasta Tausig tenía su parte en la escena, llevándose el manuscrito de la Sinfonía Fausto para venderlo al trapero y así conseguir un dinerillo que le cubriera las deudas contraídas en actividades no muy lícitas.

El Altenburg
Entré en el salón del Altenburg. Las paredes y los vanos, antaño decorados con gusto, se mostraban ahora despojados de todo adorno. Tanta sobriedad se me antojaba desidia y escasa valoración de lo que allí había sucedido en los gloriosos años de 1848-61 y de la figura que había convertido a la pequeña ciudad de Weimar en la capital musical del mundo. Entre esos muros habría sonado una Sonata en si menor recién venida al mundo, y por esas ventanas habría echado más de una mirada Liszt mientras la componía (sólo que sus ojos no se tropezarían con el edificio que ahora había enfrente, sino que continuarían su recorrido hasta el cauce del Ilm, y quién sabe si hasta el casco histórico mismo). ¿Por qué no se acondicionaba ahora mejor el lugar, para darle un uso de museo y sala de conciertos a la vez?

A uno y otro lado del salón, se abrían dos habitaciones de menor tamaño. En cada una de ellas me encontré con una sorpresa en forma de piano histórico: uno cuadrado y uno danés de cola. Ambos serían de 1850-60, a juzgar por sus características. Entonces, se me ocurrió que, ya que el concierto iba a ser algo muy diferente de otros eventos de estas características, iba a emplear ambos instrumentos, no sólo el Steinway B que se hallaba en el centro de la estancia más grande.

Unos minutos antes del concierto, cuando yo ya casi había abandonado la esperanza de que viniera alguien a escucharlo, empezaron a hacer acto de presencia algunas personas. No era un grupo nutrido, pero sí que vi en sus caras la alegría al darse cuenta de que, después del paseo, no se iban a quedar sin oír el recital esperado. Todo se desarrolló de manera muy distendida. Expliqué, en mi alemán un tanto falto de práctica, las obras y los instrumentos en los que iba a tocar, y fuimos "viajando" desde el Sonetto 104 del Petrarca (tocado en el piano de mesa) hasta Invocación y la Sonata en si menor (ejecutada en el Steinway), pasando por la Bendición de Dios en la Soledad (esta pieza me animé a hacerla en el piano danés).

La de hoy ha sido una experiencia dura: tocar dos recitales con programas distintos en un solo día pone a prueba la resistencia física y psíquica de cualquier pianista, y más si casi todas las obras son de un nivel de dificultad alto. No obstante, me quedo con la satisfacción de haber podido experimentar lo que es ofrecer sendos conciertos en las casas en las que vivió Liszt aquí en Weimar. Espero que, si hay una próxima ocasión, todo se desarrolle de manera menos accidentada, aunque... ¡qué sería de la vida sin riesgo!