Datos personales

jueves, 10 de julio de 2014

Tocando y pedaleando por Francia

Durante mi recital en Marsac (foto: Mike Floyd).
El 14 de junio emprendí viaje a tierras francesas. Tenía que dar un recital en Marsac, un pueblecito situado en el departamento de Tarn y Garona, perteneciente a la región de Mediodía-Pirineos. Como el lugar se encontraba a unas ocho horas de coche de Salamanca y, además, quería llevarme la bici para entrenar, decidí realizar el trayecto en mi propio vehículo, haciendo noche en San Sebastián para visitar a mi tía y, de paso, descansar de tanta carretera.

Después de atravesar media península ibérica por la A-62 y la AP-1, así como las regiones francesas de Aquitania y Mediodía-Pirineos, llegué, a través de un dédalo de carreteritas estrechas que discurrían entre colinas, a Marsac. Mi primer pensamiento fue que me esperaban unos días de duro entrenamiento, a juzgar por el relieve de la zona. De hecho, la única manera de acceder a la localidad en la que me alojaba era subir por pendientes que llegaban hasta el 17%. Como no soy escaladora en absoluto, sino rodadora, me iba a tocar sufrir, pero me alegraba de disponer de un terreno tan útil para trabajar mis puntos débiles sobre la bicicleta (los interminables llanos salmantinos no ayudan demasiado en esto).

Casitas apiñadas en Marsac, con el castillo al fondo.
Marsac es un pueblecito diminuto construido principalmente en piedra, aunque hay muros que presentan ladrillo aquí y allá, además de entramado de madera. Destaca en su perfil la mole del castillo, que en tiempos (según me contó su actual dueña) fue mucho más alto, antes de que Richelieu lo mandara desmochar (cura de humildad habitual en la época en muchos países). Las casitas están apiñadas las unas contra las otras, como si tuvieran miedo de salirse del pequeño espacio que brinda la cumbre de la colina en la que se asientan. Unas cuantas construcciones en forma de torre se erigen no sólo en el casco urbano, sino también en las tierras de labor aledañas: son palomares, que, según pude saber, constituyen una magnífica muestra de la arquitectura rural de la región de Mediodía-Pirineos y que son un indicativo de la riqueza de aquellos que los mandaron levantar; los más antiguos datan de 1600.

Palomares de Marsac.
El concierto estaba organizado por mis viejos amigos David y Fiona Finch, que tiempo ha ya me habían proporcionado tanto la oportunidad de ofrecer recitales en Estados Unidos, Escocia e Inglaterra, como una ayuda inestimable para la grabación de mi CD de obras de Liszt. Tras establecerse ellos en el país vecino, se habían puesto manos a la obra para retomar su actividad de benefactores de la música, para lo cual habían adquirido y restaurado un granero antiguo que se hallaba junto a su nuevo hogar. En él habían colocado uno de sus pianos Steinway (el D de madera de palisandro) y habían dispuesto los muebles de tal manera que era sumamente fácil desplazarlos hacia los lados de la estancia para colocar en su lugar las sillas necesarias para el público. Al poco de llegar, y tras familiarizarme con la casa (tarea nada fácil, ya que se trataba de una edificación laberíntica que había sufrido transformaciones y ampliaciones varias a través de sus muchos siglos de existencia) y dar un paseíto por los alrededores para estirar las piernas, me dispuse a estudiar el repertorio del recital. Éste consistía en obras de Liszt: el Sonetto 104 del Petrarca, Invocación, Bendición de Dios en la soledad y la Sonata en si menor. Hacía tres días que, entre tribunales de exámenes y horas de coche, no ponía la mano sobre las teclas, así que necesitaba con urgencia desperezar los músculos de los dedos sobre ese instrumento, al que conocía bien por haberlo tocado en mis visitas a la antigua residencia escocesa de mis anfitriones.

El gato Minuit.
Mis amigos me habían contado poco antes de mi viaje que habían decidido adoptar a un compañerito peludo que merodeaba por su jardín: el gato Minuit. El pobre animal se había quedado abandonado en Marsac cuando sus anteriores dueños vendieron la casa en la que vivían y se había convertido en un vagabundo. Como parecía ser de buen carácter y bastante joven aún, David y Fiona habían considerado que merecía la pena ocuparse de él. Mi primer encuentro con Minuit no me dio muchas esperanzas, ya que el minino, al no conocerme, tenía miedo de mí y no se dejaba acariciar. No dispuesta a rendirme, tracé un plan que consistía en comprarle unos sobres de una comida que a mi gato le entusiasma, con la esperanza de que eso me sirviera para ganarme su afecto. Et voilà! La estrategia dio sus resultados inmediatamente, de modo que Minuit pasó de huir de mí a buscarme a todas horas y a subirse a mi regazo obedeciendo a un gesto de mi mano. Así tuve compañía felina durante toda mi estancia.

Dispuesta para salir a entrenar.
Los días en Marsac transcurrían apaciblemente. Por las mañanas, dedicaba algo más de dos horas a entrenar por los alrededores. Mis salidas me llevaban por localidades como Lavit de Lomagne, Castelsarrasin, Saint Nicolas de la Grave, Moissac o Larrazet, atravesando kilómetros y kilómetros de campos que alternaban el cereal con los regadíos. Las carreteritas, estrechas pero de asfalto impecable (no había baches ni gravilla), subían y bajaban constantemente en una alegre ignorancia del llano. Había algunas subidas que casi podrían considerarse puertecitos, más por su pendiente que por su longitud. Había que ir con mucho cuidado con los coches, ya que casi ninguno respetaba la norma de dejar metro y medio entre él y el ciclista, además de no aminorar gran cosa la velocidad al pasar (a mi juicio, iban demasiado rápidos para la escasa anchura de la vía). La verdad es que, con esta experiencia que he tenido de rodar por esas tierras, pienso que casi estamos más protegidos en España, a pesar de lo que muchos crean. Eso sí: lo que me impresionó fue lo cuidadas que estaban las carreteras, a diferencia de las que transito habitualmente y que están llenas de socavones, asfalto rugoso, arena, hierbajos que lo invaden todo... No creo que sea algo que dependa sólo de la frecuencia del mantenimiento, ya que todo lo que acabo de decir sería perfectamente aplicable a la ruta de la vuelta de S. Pedro del Valle (mi zona de entrenamiento más frecuentada por Salamanca), cuyos viales fueron arreglados hace un año. Más bien opino, con el atrevimiento propio del desconocimiento de la técnica, que aquí se hacen peor esas obras, de manera que no duran casi nada. Se suele decir que en Salamanca se destrozan las carreteras a causa de los riegos de las huertas, pero eso mismo debería pasar en la región de Francia en la que he estado, porque los cultivos eran casi los mismos y los aspersores también echaban parte del agua al asfalto. El clima tampoco es muy diferente, y tractores y otros vehículos pesados están constantemente transitando por esos caminos.

La iglesia de Marsac con sus campanas.
El concierto tuvo lugar el miércoles 18 a las 18:30. Tras haber tocado las dos primeras obras, comencé la Bendición de Dios en la soledad. En su parte central, esta obra presenta una pedal de La en el bajo que yo siempre he considerado un toque de campanas. Precisamente cuando la estaba emprendiendo con ella, comenzaron a repicar las de la iglesia del pueblo (y de manera bastante ostensible, ciertamente). La única lástima fue que una de las que sonaban estaba afinada a un sol sostenido, porque, de haberlo estado medio tono más alto, hubiera encajado perfectamente con la pieza. En cualquier caso, la coincidencia me hizo mucha gracia, así que decidí ajustar el tempo del pasaje hasta tener la sensación de hacer "música de cámara" con el tañido del campanario cercano.

Abadía de Moissac.
Y, como no sólo de música o ciclismo vive el hombre (o la mujer, en este caso), mi periplo francés se vio enriquecido por experiencias como las visitas al castillo de Marsac o a la abadía románica de Moissac. En el primero, su dueña nos estuvo mostrando no sólo algunas de sus estancias y su magnífica escalinata gótica, sino también objetos tan curiosos como una cucharilla para absenta o un sacaleches de hace varios siglos. En el edificio monástico, cuya portada sirvió de modelo para la de la abadía de la película El nombre de la rosa, volví a mis quince años, edad a la cual mi querida amiga Mª del Mar Muñoz Sánchez y yo estábamos absorbidas por el libro de Umberto Eco en que se basa la obra cinematográfica. Hubiese deseado explorar muchos más lugares de interés de los alrededores, como las ruinas de otro edificio abacial, Belleperche, delante del cual pasé en uno de mis entrenamientos ciclistas. También me tentaba relajarme en el área recreativa de Loisirs82 en S. Nicolas de la Grave, que igualmente vi mientras pedaleaba. Las ciudades relativamente cercanas de Montauban, en la que tocó Liszt, o Albi merecen un paseo por sus calles en una próxima ocasión.

El 21 de junio abandoné Marsac para unirme en Tafalla a mi equipo, el Rioja Motor-Club Deportivo Caloco-Bicicletas Félix Pérez, que participaba en una carrera del Trofeo Euskaldun y, al día siguiente, en una de la Copa de España (Villamediana de Iregua, La Rioja). Pero eso ya es materia para otra entrada del blog.