Datos personales

miércoles, 7 de mayo de 2014

De conciertos por Weimar

Weimar
Estos días me encuentro en la ciudad alemana de Weimar de intercambio Erasmus para profesores. Hace unos meses fue al Conservatorio Superior de Música de Castilla y León la profesora de la Musikhochschule "Franz Liszt" Gerlinde Otto a impartir unas clases magistrales, y ahora me toca a mí realizar mi parte.

Desde que me empezó a interesar Liszt, cuando yo tenía doce años, venía pensando en lo mucho que me gustaría visitar Weimar. Mi adorado compositor había vivido en esta ciudad durante varios años: de 1848 a 1861, residiendo de manera permanente, y de 1869 hasta su muerte en 1886, pasando los meses estivales (el resto del tiempo lo repartía entre Budapest y Roma, razón por la cual se llama a este período "vida trifurcada"). Hasta ahora, no había tenido ocasión de realizar mi sueño.

Como me hacía mucha ilusión no sólo venir a desarrollar una actividad docente, sino también dar algún recital, le sugerí esta posibilidad a la profesora Otto. Y, en un principio, ella me consiguió dos fechas. Para regocijo mío, los conciertos iban a tener lugar en las dos residencias lisztianas en Weimar: el Altenburg, donde él había compartido su vida con la Princesa Carolyne von Sayn-Wittgenstein, y la Hofgärtnerei ("Casita del jardinero de la corte", ahora llamada Liszt-Haus), su hogar de los últimos años.

Unos quince días antes de mi viaje, recibo un correo de la mencionada profesora en el que se me comunica que el evento previsto en el Altenburg queda cancelado. Por lo visto, en la Hochschule opinaban que, dada la cantidad de acontecimientos musicales que hay a diario en Weimar, no iba a haber público. Con mucha pena, me resigno y desecho la idea de montar un segundo programa (generalmente soy rápida refrescando y aprendiendo obras, así que no trabajo en el repertorio con demasiada antelación para no "quemarlo"). Envío un mensaje a la profesora Otto y le indico que, visto lo visto, tocaré dos piezas de las "Armonías Poéticas y Religiosas" (Invocación y Bendición de Dios en la Soledad) y la transcripción de Liszt de la 8ª Sinfonía de Beethoven.

Llego a Weimar el sábado por la tarde. El domingo tengo aula y estudio un par de horitas, para refrescar dedos y mente. Me viene a buscar mi antigua alumna Mónica Presno, que está viviendo aquí, y nos vamos a tomar algo. Por la noche, esta misma chica me manda un mensaje por el Facebook para decirme que ha visto anunciado el concierto... ¡pero no el del martes a las 12 en la Hofgärtnerei, sino el de ese mismo día a las 19:30 en el Altenburg! Compruebo, por los enlaces que me envía, que figura al menos en tres webs, incluida la de la Hochschule. Había fallado el aparato publicitario de esta institución y alguien se había olvidado de quitar el evento del calendario (supongo que las otras páginas tomaron de ahí la información). Alarmada, me pregunto qué puedo hacer. Me da lástima que, después de todo, haya quien vea esos anuncios, se presente en el lugar del evento y se encuentre con una puerta cerrada. Por ello, escribo a la profesora Otto ofreciéndome a, de todas maneras, mantener el concierto para los despistados que puedan aparecer por allí. La respuesta me llega a la mañana siguiente, la del lunes, pero no me saca de dudas, porque se me dice en ella que hablaríamos del asunto esa noche (a menos de veinticuatro horas del supuesto evento). Ante esta situación, decido dedicar dos horas y media del tiempo de ensayo a rescatar un programa que pueda tocar con facilidad. Me decanto por Nuages gris, La lugubre gondola II, Les jeux d'eaux à la Villa d'Este, Sonetto 104 del Petrarca y la Sonata en si menor. Por la noche, decidimos que se mantiene el concierto, sin un programa definido (aunque yo ya tenía en la cabeza este repertorio), siempre y cuando hubiera algo de público. Si no, me tendría que contentar con pasar un buen rato tocando en el salón del Altenburg, pero nada más.


Tocando el Bechstein de Liszt en la Hofgärtnerei
Hoy por la mañana me fui pronto a la Hofgärtnerei (me gusta más el antiguo nombre que el nuevo) para probar el Bechstein de Liszt. Como conozco bien los pianos antiguos, soy consciente de que pueden esconder "sorpresas" como problemas de mecánica, desigualdades, desafinaciones, etc. Cuando llego, está allí todavía el afinador dando un repaso, tarea que se toma con mucha calma y no demasiado amor al trabajo bien hecho (estaba dejando unísonos que distaban bastante de estar en su sitio, de modo que me entraban ganas de arrebatarle la llave de afinar para ponerme a ello yo misma). Aproximadamente sobre las once menos cinco (recordemos que el concierto era a las doce) me siento al piano y les hago una pasada a Invocación y parte de la Bendición de Dios en la Soledad. Después, me levanto para recargar el móvil. Al ir a enchufarlo, veo que sobre las sillas hay unas hojas de papel con el programa. Leo una y casi me da un síncope al comprobar que la modificación que yo le había pasado a mi contacto cuando se canceló el otro concierto no se había tenido en cuenta (parece ser que alguien no leyó del todo alguno el correo reenviado por ella con mis instrucciones). Pues... ¡a cambiar obras! Así, acabé tocando por la mañana Nuages gris, La lugubre gondola II, Les jeux d'eaux à la Villa d'Este y la 8ª Sinfonía. Menos mal que el lugar inspiraba (y que tengo nervios de acero, que, si no...), porque, ante tanta incertidumbre, cualquiera se viene abajo y se descentra. El caso es que el recital se desarrolló sin más novedad y disfruté muchísimo.

Por la tarde, me dirigí al Altenburg sobre las seis para darle una pasada al otro programa. Entrar en aquella residencia me produjo una fuerte impresión. No había ningún encargado del lugar, así que yo llevaba la llave maestra. El tener que abrir yo misma ese portón y el silencio reinante en la casa me hicieron sentir transportada a los años en que Liszt y la Princesa vivían allí. Al pasar por el portal, me acordé de las huestes de alumnos que tenían acceso libre a un par de estancias de la planta baja, en las que charlaban, tocaban el piano, fumaban o, simplemente, dejaban pasar el tiempo. Las escaleras, de madera desnuda, parecían traerme ecos de las pisadas de un Liszt entre la juventud y la madurez, lleno de ímpetu y, a la par, de desaliento, al comprobar la resistencia con la que su cruzada en favor de la "música del porvenir" se estaba encontrando. En mi imaginación, veía a la figura siempre elegante pero de rostro poco agraciado de la Princesa polaca pasar por delante de los ventanales. Hasta Tausig tenía su parte en la escena, llevándose el manuscrito de la Sinfonía Fausto para venderlo al trapero y así conseguir un dinerillo que le cubriera las deudas contraídas en actividades no muy lícitas.

El Altenburg
Entré en el salón del Altenburg. Las paredes y los vanos, antaño decorados con gusto, se mostraban ahora despojados de todo adorno. Tanta sobriedad se me antojaba desidia y escasa valoración de lo que allí había sucedido en los gloriosos años de 1848-61 y de la figura que había convertido a la pequeña ciudad de Weimar en la capital musical del mundo. Entre esos muros habría sonado una Sonata en si menor recién venida al mundo, y por esas ventanas habría echado más de una mirada Liszt mientras la componía (sólo que sus ojos no se tropezarían con el edificio que ahora había enfrente, sino que continuarían su recorrido hasta el cauce del Ilm, y quién sabe si hasta el casco histórico mismo). ¿Por qué no se acondicionaba ahora mejor el lugar, para darle un uso de museo y sala de conciertos a la vez?

A uno y otro lado del salón, se abrían dos habitaciones de menor tamaño. En cada una de ellas me encontré con una sorpresa en forma de piano histórico: uno cuadrado y uno danés de cola. Ambos serían de 1850-60, a juzgar por sus características. Entonces, se me ocurrió que, ya que el concierto iba a ser algo muy diferente de otros eventos de estas características, iba a emplear ambos instrumentos, no sólo el Steinway B que se hallaba en el centro de la estancia más grande.

Unos minutos antes del concierto, cuando yo ya casi había abandonado la esperanza de que viniera alguien a escucharlo, empezaron a hacer acto de presencia algunas personas. No era un grupo nutrido, pero sí que vi en sus caras la alegría al darse cuenta de que, después del paseo, no se iban a quedar sin oír el recital esperado. Todo se desarrolló de manera muy distendida. Expliqué, en mi alemán un tanto falto de práctica, las obras y los instrumentos en los que iba a tocar, y fuimos "viajando" desde el Sonetto 104 del Petrarca (tocado en el piano de mesa) hasta Invocación y la Sonata en si menor (ejecutada en el Steinway), pasando por la Bendición de Dios en la Soledad (esta pieza me animé a hacerla en el piano danés).

La de hoy ha sido una experiencia dura: tocar dos recitales con programas distintos en un solo día pone a prueba la resistencia física y psíquica de cualquier pianista, y más si casi todas las obras son de un nivel de dificultad alto. No obstante, me quedo con la satisfacción de haber podido experimentar lo que es ofrecer sendos conciertos en las casas en las que vivió Liszt aquí en Weimar. Espero que, si hay una próxima ocasión, todo se desarrolle de manera menos accidentada, aunque... ¡qué sería de la vida sin riesgo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario